Por primera vez
Madrid parecía pequeño a su lado,
a ella se le quedaba pequeño,
se hizo su dueña
y la ciudad cayó a sus pies.
Verla pasear por Gran Vía
era como escarbar con los pies
la arena de la playa.
Todo se paraba
si ella quería hacerse una foto
igual que los escaparates de las tiendas
la miraban a ella
y no al revés.
Fue fascinante
ver como el metro de la línea tres
le abría las puertas a ella
como si fuera un honor que ella entrara,
como si fuera a sacarle una alfombra roja
porque sus pies no deberían pisar cualquier suelo.
Ella lo sabía,
nos gustaba.
Se os habrían empañado los ojos,
o torcido el cuello,
si hubiérais visto esas caderas desfilar por Cibeles,
o esa sonrisa que hacía que Sol dejara de brillar.
Y aún sabiendo que Madrid era todo suyo,
llegaba a casa,
y se desnudaba para mí.